Por Maximiliano Borches. Aquel 22 de agosto de 1951, más de dos millones de compatriotas llegados de todo el país a la ciudad de Buenos Aires, protagonizaron una de las jornadas de mayor épica y mística en la historia argentina. Solo comparable con el Cabildo Abierto de 1810 y el 17 de octubre de 1945. Se acercaban las elecciones del 11 de noviembre. Las mujeres argentinas votaban por primera vez. Un solo grito unificó esas dos millones de voces: ¡Con Evita! El pueblo quería la fórmula de la patria: Juan Perón-Eva Perón. La realidad escondía un infinito dolor que pronto se conocería.
Ese día pleno de sol, de un invierno que comenzaba de a poco a abrazar la primavera de 1951, se concretó un secreto pacto que atraviesa a las distintas generaciones de argentinos, hasta el día de hoy. El amor del pueblo trabajador, del pueblo humilde, de los que venían marchando desamparados desde el fondo de la historia, con quienes se convirtieron en referentes de sus destinos y corporizaron su felicidad: Juan Domingo Perón y Eva Duarte de Perón.
El 11 de noviembre de aquel año había elecciones, y por primera vez en la historia nacional, las mujeres argentinas –en igualdad de derechos políticos con los hombres- votaban. Una de las tantas conquistas de los años más felices.
Nadie dudaba del contundente triunfo peronista en esas elecciones. Por ese motivo, y convocados por la Confederación General del Trabajo (CGT), que pugnaba por la candidatura a vicepresidenta de Evita Perón, se convocó al pueblo en aquella histórica jornada que duró largas horas, bajo la consigna: “Juan Domingo Perón-Eva Perón – 1952-1958, la fórmula de la patria”.
En paralelo, sectores de la oposición unidos bajo el sello de la denominada “Unión Democrática”, integrada por la Unión Cívica Radical (UCR), el Partido Comunista (PC), el Partido Socialista (PS) y el Partido Demócrata Cristiano (PDC), comenzaron a conspirar junto a militares golpistas y la cúpula de la Iglesia Católica –bajo la atenta mirada y el protectorado político y económico de las embajadas de Estados Unidos y el Reino Unido de la Gran Bretaña- para desestabilizar la democracia. Aquel aquelarre de partidos políticos y sectores institucionales supuestamente diversos entre sí, los unificaba un mismo odio: la felicidad del pueblo, el ejercicio pleno de los derechos que les corresponde, y la profundización de la soberanía nacional.
De todos modos, ese 22 de agosto todo era alegría, emoción y expectativa para el pueblo. Sin embargo, una tragedia inesperada comenzaba a desplegar su dramática sombra, dando inicio a un festín de muerte en el que bailaron aquellos integrantes de la “Unción Democrática”, sectores golpistas de las Fuerzas Armadas –en particular de la Armada- y diabólicos clérigos de la Iglesia Católica, que sin dudas el propio Cristo hubiera condenado.
El joven y exhausto cuerpo de Evita, comenzaba a ser tomado por una letal enfermedad, que solo las bestias festejaron, y que se convirtió en una amarga realidad que tardó en ser asimilada por millones argentinos.
Por ese motivo, el 31 de agosto de ese mismo año, Evita emite por cadena nacional de radiodifusión, su “renunciamiento histórico”:
“Compañeros, quiero comunicar al Pueblo Argentino mi decisión irrevocable y definitiva de renunciar al honor con que los trabajadores y el pueblo de mi patria quisieron honrarme en el histórico cabildo abierto del 22 de agosto.
Ya en aquella misma tarde maravillosa, que nunca olvidarán ni mis ojos ni mi corazón, yo advertí que no debía cambiar mi puesto de lucha en el Movimiento Peronista por ningún otro puesto.
Desde aquel momento, después de aquel diálogo entre mi corazón y mi pueblo, he meditado mucho en la soledad de mi conciencia y reflexionando fríamente he tomado mi propia decisión en forma irrevocable y definitiva, presentada ya ante el Consejo Superior del Partido Peronista y en presencia de nuestro jefe supremo el general Perón.
Ahora quiero que el Pueblo Argentino conozca por mí misma las razones de mi renuncia indeclinable. En primer lugar y poniendo estas palabras bajo la invocación de mi dignidad de mujer argentina y peronista y de mi amor por la causa de Perón, de mi patria y de mi pueblo, declaro que esta determinación surge de lo más íntimo de mi conciencia y por ello es totalmente libre y tiene toda la fuerza de mi voluntad definitiva.
Yo, que he vivido varios años, los mejores de mi vida, junto al Gral. Perón, mi maestro y amigo, he aprendido de él a pensar y a sentir y a querer, teniendo como únicos ideales la felicidad del pueblo y la grandeza de la nación. La felicidad del pueblo, se concreta en el bienestar de trabajadores y en la dignificación de los humildes y en la grandeza de la patria que Perón nos ha dado y que todos debemos defender como la más justa, la más libre y la más soberana de la tierra.
Yo invoco en este momento el recuerdo del 17 de octubre de 1945, porque en aquella fecha inolvidable me formulé yo misma y ante mi propia conciencia, un voto permanente y por eso me entregué entonces al servicio de los descamisados, que son los humildes y los trabajadores.
Tenía una deuda casi infinita que saldar con ellos, que habían reconquistado a Perón para la patria y para mí.
No tenía entonces, ni tengo en estos momentos, más que una sola ambición. Una sola y gran ambición personal: que de mí se diga cuando se escriba este capítulo maravilloso que la historia seguramente dedicará a Perón, que hubo al lado de Perón una mujer que se dedicó a llevarle al presidente las esperanzas del pueblo, que Perón convertía en hermosas realidades y que a esta mujer el pueblo la llamaba cariñosamente Evita. Nada más que eso.
Evita quería ser cuando me decidí a luchar codo a codo con los trabajadores y puse mi corazón al servicio de los pobres, llevando siempre como única bandera el nombre del general Perón a todas partes.
Si con ese esfuerzo mío, conquisté el corazón de los obreros y de los humildes de mi patria, eso ya es una recompensa extraordinaria que me obliga a seguir con mis trabajos y con mis luchas. Yo no quiero otra cosa que este cariño.
Aceptar otra cosa, sería romper la línea de conducta que le impuse a mi corazón y darle la razón a los que no creyeron en la sinceridad de mis palabras, que ya no podrán decir jamás que todo lo hice guiada por mezquinas y egoístas ambiciones personales. Yo sé que cada uno de los descamisados que me quiere de verdad, ha de querer también que nadie tenga el derecho a descreer de mis palabras y ahora, después de esto, nadie que no sea una malvado podrá dudar de la honradez, de la lealtad y de la sinceridad de mi conducta. Estoy segura que el Pueblo Argentino y el Movimiento Peronista que me lleva en su corazón, que me quiere y que me comprende, acepta mi decisión porque es irrevocable y nace de mi corazón. Por eso ella es inquebrantable, indeclinable y por eso me siento inmensamente feliz y a todos les dejo mi corazón.”