Por Maximiliano Borches. Si bien se transformó en un lugar común decir que sin Evita, a la revolución justicialista que pensó, elaboró y condujo Juan Domingo Perón, le hubiese faltado esa mística necesaria en toda gran empresa: vamos a reconfirmar que es así. En solo siete años, Evita Perón supo conquistar la inmortalidad. Se transformó en la Palas Atenea peronista. La hija bastarda de un pueblo bastardo. La desmesurada pasión que llenó de gloria, los momentos de reposo de la razón del General.
Su paso huracanado durante el mejor período de toda la historia nacional, marcó para siempre los objetivos centrales de la revolución justicialista: la sustitución de la caridad por la solidaridad. Solo bastaron 33 años de vida, para proteger y potenciar otras tantas millones de vidas: «Yo no me dejé arrancar el alma que traje de la calle, por eso no me deslumbró jamás la grandeza del poder y pude ver sus miserias. Por eso nunca me olvidé de las miserias de mi pueblo y pude ver sus grandezas.»
En cierto modo, el corto paso de su vida misma, y el derrotero de su inmortalidad, son una síntesis de la Argentina misma. Con lo mejor y peor de su historia. Con sus momentos de amor y felicidad. Con esos otros, de morbosidad y tanatismo.
Consumado el golpe de Estado de 1955, en el que un grupo de militares guiados por las embajadas de Estados Unidos y Gran Bretaña, que además contaban con la inestimable compañía bufónica de radicales, comunistas, socialistas, conservadores demócrata-cristianos y la cúpula de la Iglesia Católica, copartícipes de un aquelarre que comenzó con el criminal bombardeo sobre Plaza de Mayo, aquel imborrable 16 de junio de 1955, y finalizó dos meses después: el 16 de septiembre de ese mismo año con el golpe de Estado cívico-militar-eclesiástico; su cuerpo embalsamado, se transformó en objetivo político-militar.
Mientras escribo este artículo, escucho a la gran Nelly Omar
En ese comienzo de la decadencia económica, cultural, política y social de la Argentina, un fuerte componente morboso, un particular culto a la muerte, asentó las bases del oscurantismo nacional que se profundizaría en las décadas por venir.
Al igual que en su vida, en todo ese tiempo Evita fue protagonista. Cada vez que su cuerpo era robado, y puesto en custodia por algún representante de los verdugos, misteriosamente aparecían velas en el lugar donde se la mantenía cautiva. Cada segundo de luz que derramaba cada una de esas velas, contenía el grito sordo de millones de argentinos que la reclamaban, desde una resistencia –que a ojos de los asesinos- se convertía en fantasmal.
El pánico, la locura, las vejaciones de quienes tuvieron a resguardo su cuerpo profanado desde la Confederación General del Trabajo (CGT), donde descansaba al resguardo del amor infinito de sus descamisados, llevó al suicidio a algunos de esos verdugos, y a la locura etílica a otros.
Tanta potencia irradiaba ese cuerpo momificado, tanta vida se derramaba de esas cuencas ahora cegadas, en cuyas pupilas descansaban las imágenes de millones de argentinos, y muy especialmente la sonrisa gardealiana del general Juan Perón; que los verdugos –en su profunda cobardía y derrota estratégica- hasta tuvieron que sacarla del país, y enterrarla con el nombre falso de María Maggi de Magistris, en un remoto cementerio de Roma.
Pasados los años de la Resistencia Peronista, y con los preparativos para el regreso final del general Juan Domingo Perón, a una patria que ya no era la concebida por él durante los “años felices”, otro representante de otro gobierno de verdugos le devuelve, finalmente, el cadáver viviente de Evita.
Según relatos de esos años, Perón se encerró durante horas en la habitación de arriba de su casa de Puerta de Hierro, en Madrid, donde se encontraban los restos de Evita, y nunca se supo que conversó con ella. Esa mujer extraordinaria a quien amó más que a su propia vida.
El resto, ya se conoce. El General volvió a la patria, y a su vez la regresó a ella. En las calles de la Argentina distintas facciones del movimiento nacional justicialista clamaban para sí, su nombre. Evita le correspondía a todos. Pero nunca más hubo unidad de concepción que permitiera la unidad de acción, que llevara su “nombre como bandera a la victoria”.