Por Maximiliano Borches. El 27 de enero de 1945, las tropas soviéticas se toparon con la máxima expresión de horror que es capaz de infligir el ser humano, en su marcha victoriosa a Berlín. El campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau, en Polonia, se alzaba como una espectral señal del desprecio del hombre por el hombre. El racismo biológico impuesto por los verdugos nazis y sus cómplices no puede ser olvidado, justamente para que no se repita. Solo pasaron 76 años desde ese día. En 2005, la ONU definió a esta fecha como el Día Internacional de Conmemoración en Memoria de las Víctimas del Holocausto. Más de 20 millones de personas fueron exterminadas por el nazismo durante el Holocausto (Shoá). A continuación, rendimos nuestro homenaje a las víctimas de este genocidio, a través de las palabras de algunos de sus sobrevivientes más reconocidos.
Foto de portada: Museo Yad Vashem, Jerusalén, Israel.
El régimen nazi asumió el poder en Alemania en 1933, y contó hasta 1939 con el apoyo –por momentos tácito y entre otros- del Reino Unido de la Gran Bretaña, Francia, Estados Unidos y la Unión Soviética. Con este último país a través del pacto Ribbentrop-Mólotov, por el cual se dividieron Polonia como si de un sándwich se tratara, a partir del 1° de septiembre de 1939, cuando las tropas nazis invadieron ese país. A los pocos días, y por el frente oriental, las tropas del Ejército Rojo soviético hicieron lo propio. En el seno de Alemania, el aquelarre contra judíos, opositores al régimen, algunos católicos, homosexuales, socialistas y comunistas, se había desatado con la furia del que detesta la existencia del otro. Entre las acciones de terror y crímenes se produjo la denominada “Noche de los Cristales Rotos” (Kristallnacht, el 9 de noviembre de 1938), donde cientos de judíos fueron asesinados y otros miles llevados a campos de concentración, amparados bajo las “leyes raciales de Núremberg”. A nadie en el mundo le importó. Las puertas del infierno comenzaban a abrirse de par en par.
Según algunas fuentes, al menos 1,3 millones de personas fueron enviadas a Auschwitz-Birkenau durante la Segunda Guerra Mundial. De ellos más de 900.000 judíos fueron asesinados, así como unos 74.000 polacos, 21.000 gitanos rumanos, 15.000 prisioneros de guerra soviéticos y cerca de 15.000 ciudadanos de otras nacionalidades.
De las más de 20 millones de personas asesinadas durante el Holocausto (Shoá), más de seis millones eran de origen judío, de los cuales, 1.5 millones eran niños y niñas cuyas edades comprendían desde un día de vida a los 12 años las niñas y 13 años los varones. El espanto lo cubrió todo.
En este sentido, Annette Cabelli (foto arriba), una superviviente de Auschwitz que fue deportada allí cuando apenas contaba con 17 años, afirmó: «Al llegar, supe que Dios no podía existir». Por su parte, el filosósofo Theodor Adorno –uno de los referentes de la «Escuela de Fráncfort», precisó que: “La exigencia de que Auschwitz no se repita es la primera de todas en la educación. Hasta tal punto precede a cualquier otra que no creo deber ni poder fundamentada.”
Auschwitz sintetiza la maldad de la que es capaz el ser humano. Solo han transcurrido 76 años desde el fin de las peores aberraciones imaginadas e inimaginadas para algunos. El racismo en su expresión más brutal no desapareció. Mutó a otras expresiones.
La voz de algunos de sus sobrevivientes a través de sus obras:
Primo Levi: “Si esto es un hombre”
Primo Levi (Turín, Italia, 1919-1987). Escritor italiano de origen judío-sefardí estuvo diez meses en el campo de concentración de Monowice que dependía de Auschwitz. Su gran obra es Si esto es un hombre:
«Bajamos, nos hacen entrar en una sala vasta y vacía, ligeramente templada. ¡Qué sed teníamos! El débil murmullo del agua en los radiadores nos enfurecía: hacía cuatro días que no bebíamos. Y hay un grifo: encima un cartel que dice que está prohibido beber porque el agua está envenenada.
Esto es el infierno. Hoy, en nuestro tiempo, el infierno debe ser así, una sala grande y vacía y nosotros cansados teniendo que estar de pie, y hay un grifo que gotea y el agua no se puede beber, y esperamos algo realmente terrible y no sucede nada. ¿Cómo vamos a pensar? No se puede pensar ya, es como estar ya muertos. Algunos se sientan en el suelo. El tiempo transcurre gota a gota».
No lo he escrito con la intención de formular nuevos cargos; sino más bien de proporcionar documentación para un estudio sereno de algunos aspectos del alma humana. Habrá muchos individuos o pueblos, que piensen, más o menos conscientemente, que ‘todo extranjero es un enemigo’. En la mayoría de los casos esta convicción yace en el fondo de las almas como una infección latente; se manifiesta solo en actos intermitentes e incordinados, y no está en el origen de un sistema de pensamiento».
(…)
«Al terminar, nos quedamos cada uno en nuestro rincón y no nos atrevemos a levantar la mirada hacia los demás. No hay dónde mirarse, pero tenemos delante nuestra imagen, reflejada en cien rostros lívidos, en cien peleles miserables y sórdidos. Ya estamos transformados en los fantasmas que habíamos vislumbrado anoche.
Entonces, por primera vez, nos damos cuenta de que nuestra lengua no tiene palabras para expresar esta ofensa, la destrucción de un hombre. En un instante, con intuición casi profética, se nos ha revelado la realidad: hemos llegado al fondo. Más bajo no puede llegarse: una condición humana más miserable no existe, y no puede imaginarse».
Imre Kertész: ‘Sin destino’
Imre Kertész (Budapest, Hungría, 1929- 2016). Hijo de judíos húngaros fue llevado al campo de concentración de Auschwitz en 1944 y luego al de Buchenwald. En 2002 obtuvo el Nobel de Literatura. Una de sus obras cumbre es Sin Destino (Acantilado):
“Finalmente, nos dirigimos a nuestra casa, situada en un edificio grande de varias plantas, cerca de una plaza donde hay una parada de tranvías. Una vez en casa, mi madrastra se dio cuenta de que no habíamos recogido nuestra ración de pan. Tuve que regresar a la panadería. Esperé fuera hasta que llegó mi turno y luego entré en la tienda. La panadera, una mujer rubia y tetuda, cortaba el pedazo de pan que correspondía a cada ración y luego su marido lo pesaba. No me devolvió el saludo. Era sabido en el barrio que no le caían bien los judíos; por eso también nuestra ración de pan pesaba siempre algo menos de lo que nos correspondía. Según se decía, de esta forma él se quedaba con una parte del pan racionado. De alguna manera, quizá por su mirada airada y sus movimientos decididos, comprendí las razones de su animadversión hacia los judíos: si hubiera sentido simpatía por ellos, habría tenido la desagradable sensación de estar engañándolos. Por lo tanto, actuaba por convicción, guiado por la justicia y la verdad que emanan de unos ideales, lo cual era completamente diferente”.
Elie Wiesel: «La noche’
Elie Wiesel (Sighetu Marmatiei, Rumanía, 1928-Nueva York, 2016). Estuvo en los campos de concentración de Auschwitz y Buchenwald hasta el 11 de abril de 1945. Escribió en yiddis y en francés, pero se nacionalizó estadounidense. Obtuvo el Premio Nobel de la Paz en 1986. Una de sus obras clave es Trilogía de la noche (El Aleph)
“Y como el tren se había detenido, esta vez, en el cielo negro, vimos las llamas que salían de una alta chimenea. Hasta la señora Schächter se había callado. Muda, indiferente, ausente, había vuelto a su rincón.
Miramos las llamas en la oscuridad. Un olor abominable flotaba en el aire. De pronto, las puertas se abrieron. Unos curiosos personajes, vestidos con chaquetas rayadas y pantalones negros, saltaron a los vagones. En sus manos, una lámpara eléctrica y un bastón. Empezaron a golpear a diestra y siniestra, antes de gritar:
-¡A bajar todo el mundo! ¡Dejen el vagón! ¡Rápido!
Saltamos afuera. Dirigí una postrera mirada a la señora Schächter.
Su hijito la tenía de la mano.
Ante nosotros, esas llamas. En el aire, ese olor a carne humana quemada. Debía de ser media noche. Habíamos llegado. A Birkenau”.
Jorge Semprún: ‘El largo viaje’
Jorge Semprún (Madrid, España, 1923-París, 2011). Hijo de una familia de intelectuales, políticos y diplomáticos españoles. Estaba estudiando en París cuando en 1943 fue enviado al campo de concentración de Buchenwald. Su experiencia del Holocausto la recoge en el libro «El largo viaje» (Tusquets)
«Este hacinamiento de cuerpos en el vagón, este punzante dolor en la rodilla derecha. Días, noches. Hago un esfuerzo e intento contar los días, contar las noches. Tal vez esto me ayude a ver claro. Cuatro días, cinco noches. Pero habré contado mal, o es que hay días que se han convertido en noches. Me sobran noches; noches de saldo. Una mañana, claro está, fue una mañana cuando comenzó este viaje. Aquel día entero. Después, una noche. Levanto el dedo pulgar en la penumbra del vagón. Mi pulgar por aquella noche. Otra jornada después. Aún seguíamos en Francia y el tren apenas se movió. En ocasiones, oíamos las voces de los ferroviarios, por encima del ruido de botas de los centinelas. Olvídate de aquel día, fue una desesperación. Otra noche. Yergo en la penumbra un segundo dedo. Tercer día. Otra noche. Tres dedos de mi mano izquierda. Y el día en que estamos. Cuatro días, pues, y tres noches. Avanzamos hacia la cuarta noche, el quinto día. Hacia la quinta noche, el sexto día. Pero ¿avanzamos nosotros? Estamos inmóviles, hacinados unos encima de otros, la noche es quien avanza, la cuarta noche, hacia nuestros inmóviles cadáveres futuros. Me asalta una risotada: va a ser la Noche de los Búlgaros, de verdad.
–No te canses –dice el chico.
En el torbellino de la subida, en Compiègne, bajo los golpes y los gritos, cayó a mi lado. Parece no haber hecho otra cosa en su vida, viajar con otros ciento diecinueve tipos en un vagón de mercancías cerrado con candados. «La ventana», dijo brevemente. En tres zancadas y otros tantos codazos, nos abrió paso hasta una de las aberturas, atrancada con alambre de púas. «Respirar es lo más importante, entiendes, poder respirar».
(…)
Pero he aquí el valle del Mosela. Cierro los ojos y saboreo esta oscuridad que me invade, esta certeza del valle del Mosela, fuera, bajo la nieve. Esta certeza deslumbrante de matices grises, los altos abetos, los pueblos rozagantes, las serenas humaredas bajo el cielo invernal. Procuro mantener los ojos cerrados, el mayor tiempo posible. El tren rueda despacio, con un monótono ruido de ejes. Silba, de repente. Ha debido desgarrar el paisaje de invierno, como ha desgarrado mi corazón. Deprisa, abro los ojos, para sorprender el paisaje, para cogerlo desprevenido. Ahí está. Está, simplemente, no tiene otra cosa que hacer.
Podría morirme ahora, de pie en el vagón atiborrado de futuros cadáveres, él seguiría ahí. El valle del Mosela estaría ahí, ante mi mirada muerta, suntuosamente hermoso como un Breughel de invierno. Podríamos morir todos, yo mismo y este chico de Semur-en-Auxois, y el viejo que aullaba hace un rato sin parar, sus vecinos han debido derribarle, ya no se le oye, él seguiría ahí, ante nuestras miradas muertas. Cierro los ojos, los abro. Mi vida no es más que este parpadeo que me descubre el valle del Mosela. Mi vida se me ha escapado, se cierne sobre este valle de invierno, es este valle dulce y tibio en el frío del invierno».